jueves, 16 de febrero de 2012

Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.


Angeles Caso
Sobre la vertical de la inspiración
(Como siempre) en la Vanguardia

miércoles, 1 de febrero de 2012

La educación y el futuro

"...

La única manera de ajustar oferta a demanda es simultanear la producción con la eficiencia, es decir, con la reducción drástica de disipación de energía. Para eso necesitamos establecer, al lado de los códigos de derechos, códigos muy completos de obligaciones.



Hay quienes se quejan de que los nuevos tiempos lesionan sus derechos. Pero ¿cuáles deben ser sus obligaciones en un mundo real, un mundo con problemas?


Para conseguir ajustar la sociedad a un suministro limitado de energía y a una eficiencia aun desconocida en el planeta necesitamos formar a muchos jóvenes brillantes y a otros, que si no pueden ser brillantes, al menos sean capaces de poner en marcha las soluciones de manera rápida y eficaz, trabajando con esfuerzo y disciplina.


Y aquí entra la educación. Hace una semana examiné de física a algunos alumnos de primero de la Universidad de Alcalá. Los ejercicios eran simples problemas de poleas, planos inclinados, momentos de inercia y cargas simples sobre una viga horizontal con dos apoyos. Problemas similares habíamos hecho en clase, y el último, de una viga, era exactamente igual a otro resuelto con pelos y señales en la clase. Los resultados ha sido catastróficos.


La razón de la catástrofe está en la palabra 'similares'. Lo que se necesita en este mundo son soluciones nuevas para problemas que aparecen ahora y no habían aparecido antes. No necesitamos formar a los jóvenes para que aprendan a coser zapatos de la misma manera como lo hacían sus abuelos, sino para que inventen nuevas formas de vestir el pie.


Una mayoría de alumnos llega a la universidad sin haber pensado que su trabajo como estudiantes es, por supuesto, dominar la técnica a su nivel, la trigonometría, las derivadas e integrales; pero que sobre todo es desarrollar su capacidad de resolución de problemas que no han visto, de utilizar las herramientas que tienen en sus manos y las analogías con los ya resueltos para intentar resolver los nuevos.


El problema es la falta de estímulo intelectual. De aceptar que su trabajo, a su edad, es decir: ''Aquí hay un problema nuevo: Voy a resolverlo'', rechazando de plano la idea de que su responsabilidad es 'aprender' colecciones de problemas.


Tenemos desafíos inmensos, que se están presentando ya ante nosotros. Y en cierta medida son nuevos. Hemos olvidado lo que es vivir con energías de bajo rendimiento. Tenemos que diseñar esquemas que nos permitan no revertir a situaciones culturales anteriores al siglo XIX con energías que tienen EREIs mas próximos a la agricultura que al petróleo. Para esto necesitamos jóvenes tales que rechacen las soluciones obsoletas y encuentren soluciones a problemas nuevos.


Eso es la educación. Lo demás, charla de café"



Creo que Antonio hace una aproximación extremadamente lúcida a uno de los principales problemas que asola el cerebro yla conducta de una inmensa mayoría de nuestra juventud.



Son los jóvenes los culpables? Solo en parte.



Hago recaer la mayor parte del protagnismo de la culpa a una Sociedad (con mayúscula) que permite que aparezcan y se consoliden modelos de conducta a imitar "fáciles" que se convierten en estereotipos asumidos por los jóvenes muy lejos de las "vidas ejemplares" que implican esfuerzo, superación y éxito.



Estos ejemplos deseables están permanentemente ausentes de nuestros medios de comunicación, aún en los minutos basura.



De dónde queremos que nuestros jóvenes obtengan su inspiración?



Antonio Ruiz de Elvira
Sobre la vertical de El Mundo
en el rito de paso hacia
la educacón y las nuevas tecnologías